1 Jacuzzi en Las Vegas (Liz Wickersham y Charlie Wilson) Cuando el congresista partió hacia Las Vegas el 27 de junio de 1980, estaba totalmente decidido a quedarse en el Caesars Palace. Su objetivo no era otro que la búsqueda del placer decadente. Cuando entró en el hotel y vio cómo iban vestidas las camareras, supo que estaba en el lugar idóneo. No cabía duda de que había otros miembros del Congreso que fantaseaban con orgías y con alcanzar estados de locura. Pero, si alguno de ellos eligiera experimentar el mismo tipo de diversión que tenía en mente, qué duda cabía de que les habría costado mantener la discreción, incluso hubieran tenido que disfrazarse. Pero, en vez de eso, Charlie entró a grandes zancadas en el hall del Caesars casi como si intentara imitar a su héroe de la infancia, Douglas MacArthur, cuando acechaba la costa de Filipinas para recuperarla. No se sentía avergonzado ni inseguro sobre lo que iba a hacer en aquel centro del juego y del entretenimiento. A decir verdad, a Charlie le costaría mucho pasar desapercibido en cualquier entorno. Medía metro ochenta de altura, incluso con las botas de vaquero; era atractivo, tenía una de esas expresiones clásicas de hombre de la calle con las que las compañías de tabaco se jugaban millones. El problema era que no contaba con el valor ni el carácter para actuar en las sombras; se sentía como un soldado sin su uniforme cuando no llevaba sus relucientes tirantes de marca y sus llamativas camisas de rayas con hombreras militares de diseño. Además, Wilson no podía sacudirse de encima el impulso político de ocupar el centro de todo. Atravesó rápidamente el espacio, con los hombros hacia atrás y la cuadrada mandíbula sobresaliendo. No pudo controlar el volumen al hablar con su potente voz —la gente que había en recepción se giró para comprobar quién montaba aquel escándalo. Tenía aspecto de millonario pero la verdad era que, tras 8 años de legislatura en Texas y casi tantos en la Cámara, lo único que le quedaba tras tantos esfuerzos eran deudas y un sueldo del gobierno de 70.000 dólares al año que no le bastaba para mantener el ritmo de vida que llevaba. Sin embargo, con el tiempo Wilson había descubierto que no necesitaba dinero para llevar una vida a lo grande, con estilo. Las normas que regían el Congreso eran mucho más fexibles en aquellos días y él era un experto en conseguir que los demás pagaran la cuenta: fiestas exóticas en tierras extranjeras a cargo del gobierno, elevados presupuestos para las campañas que se utilizaban para cubrir los gastos de todo tipo de entretenimientos y, por supuesto, la tremenda e infinita generosidad de los lobbys, siempre dispuestos a ofrecerle los mejores asientos en sus musicales de Broadway favoritos, cenas en los mejores restaurantes de París y románticas fiestas nocturnas en barcos en el río Potomac. Todo esto explica cómo el alto y carismático congresista de ojos brillantes y sonrisa permanente había conseguido acostumbrarse a moverse por el mundo con un cierto estilo. Así, cuando llegó a Las Vegas, cumplió su norma estricta de viajar en primera clase y dejar una cuantiosa propina en todas las ocasiones. Obviamente, a los botones y recepcionistas del Caesars les encantaba esta norma y Wilson, a su vez, adoraba sus uniformes: diminutas togas de diosa con enormes escotes para ellas, y togas romanas y sandalias para los botones. En todo Las Vegas no había un lugar como el Caesars Palace en 1980. Era el primero de los grandes emporios hoteleros que se inspiró en la caída de una civilización. Sus impulsores acertaron al darse cuenta de que los pecados de Roma podían enfocarse de una forma más tentadora que cualquier oferta contemporánea. Mientras el joven romano vestido con toga sacudía en el aire la llave dorada y brillante de la Suite Fantasía, él abrió la puerta diseñada para llevar incluso al más beato de los visitantes al infierno. Charles Nesbitt Wilson es de una zona rural en la que están muy familiarizados con Satán. El Segundo Distrito Legislativo está en el centro del Cinturón Bíblico. No es difícil que los electores Baptistas y Pentecosteses de Wilson pasen más tiempo preocupándose por el pecado y luchando contra el diablo que cualquier otro grupo de americanos. «Jesucristo es el señor de Lufkin», reza el enorme cartel del centro de la ciudad más grande del distrito, en la que Wilson tenía una casa en Crooked Creek Road. El congresista tenía al menos una justifcación mínima para estar en Las Vegas aquel fin de semana. Podía decir que se encontraba allí para ayudar a una electora, la imponente Liz Wickersham, de 23 años, antigua Miss Georgia, cuarta clasificada en Miss América, próxima portada de Playboy y, por último, presentadora de un programa de entrevistas que un admirador, Ted Turner, crearía especialmente para ella. La alocada Wickersham era la hija de uno de los mayores recaudadores de fondos de Wilson, Charlie Wickersham, quien regentaba un concesionario Ford-Lincoln en Orange, Texas, en el que Wilson siempre conseguía tratos especiales en aquellos enormes Lincolns de segunda mano. Cuando Liz se mudó a Washington, su padre le pidió a Wilson que le enseñara la ciudad, cosa que hizo con gran entusiasmo. Incluso la llevó a la Casa Blanca donde le presentó a Jimmy Carter, al que informó orgulloso de que Liz Wickersham había ganado el concurso de belleza de Miss Georgia el mismo año en el que Carter fue elegido presidente. No cabía duda de que Wilson haría todo lo que estuviera en su mano para lanzar la carrera de la atractiva y joven hija de su amigo y recaudador de fondos. Ahora, en Las Vegas, hacía justo eso, preparar un encuentro con un productor que realizaba un casting para una telenovela. Unos meses antes, un joven chulo llamado Paul Brown contactó con él para ayudarle a desarrollar una serie de televisión al estilo de Dallas basada en historias reales de la vida política de la capital. No tardó mucho tiempo en convencer a Wilson para que invirtiera la mayoría de sus ahorros, 29.000 dólares, y para que aceptara ser el asesor del programa. El objetivo del fin de semana en Las Vegas era encontrarse con un conocido productor de Hollywood que, según afirmaba Brown, estaba encantado de apoyar el proyecto. Wilson y Liz estaban sentados en la Suite Fantasía hablando sobre el trato que estaba casi cerrado. Ambos se sentían algo abrumados. Brown ya había convencido al Caesars para correr con los gastos de la estancia del congresista y ahora él tenía que hacer que Charlie y Liz se sintieran los más importantes de la ciudad. Trajo a varias showgirls y, en apenas un momento, todos los invitados de la fiesta empezaron a actuar como si estuvieran en un clásico de Hollywood, lanzando a sus espaldas las copas de champán tras felicitarse por el acuerdo que aún estaba por firmar y por el papel de Liz. Dos años después, los equipos de investigación y los abogados federales pasarían semanas intentando reconstruir exactamente lo que el congresista hizo aquella noche después de que Paul Brown y los demás invitados dejaran la Suite Fantasía. Wilson casi acaba con sus huesos en prisión. Dado lo lejos que tuvo que llegar después para evitar que le procesaran, sorprende escuchar la forma tan alegre en la que narra los hechos que tuvieron lugar en el jacuzzi y sobre los cuales los investigadores nunca pudieron encontrar pruebas. No le importaba lo más mínimo los problemas que se ocasionaran después, daba la impresión de haber disfrutado al máximo cada momento de su temeraria aventura. —Era un jacuzzi enorme —recordó—. Al principio, llevaba un albornoz porque, después de todo, era un congresista. Entonces, todo el mundo desapareció excepto dos strippers preciosas y de piernas infinitas sobre tacones. Estaban algo achispadas y empezaron a firtear conmigo mientras se metían en el agua sin quitarse los zapatos de tacón… Las chicas tenían cocaína y la música estaba muy alta. Sonaba Sinatra, My kind of town. Todos nos relajamos, empezamos a decirnos cosas cada vez más subidas de tono. Era completamente feliz. Las dos llevaban las larguísimas uñas llenas del maravilloso polvo blanco. Nos divertíamos mucho, mucho más de lo que jamás hayan visto en las películas. Según palabras de Wilson al explicar más tarde los hechos que casi acaban con él, «los federales se gastaron un millón de dólares intentando descubrir si inhalé o soplé cuando aquellas uñas pasaron bajo mi nariz. Yo no se lo diré». Otros hombres de mediana edad habían llevado a mujeres jóvenes a la Suite Fantasía para montar «fiestas» muy parecidas a la de Wilson. Suele existir algo desesperado y hortera en tales amantes del placer entrados en años. No es común que hablen de sus desmadres de una forma que parezca algo casi inocente y fresco. Sin embargo, Charlie Wilson sabía hacer que la gente no le viera como un sinvergüenza de mediana edad sino como un adolescente de buen corazón culpable únicamente de los excesos de la juventud. Esta técnica de supervivencia le permitía hacer con normalidad cosas de las que otros congresistas habrían salido perjudicados. Una de las primeras en quedarse fascinada con esta capacidad sin igual para violar las normas fue la joven Diane Sawyer, quien conoció a Wilson en 1980, cuando acababa de empezar su carrera como corresponsal. —Era alocado —comentó—. Alto, desgarbado y salvaje, como un niño antes de que descubrieran el Ritalin. Gozaba de un gran entusiasmo que hacía extensible tanto a las mujeres como al resto del mundo. El congresista no se parecía a nadie que Sawyer hubiera conocido en Washington. Era sencillamente descarado, fresco. Sawyer recordaba cuando condujo con Charlie en su enorme y viejo continental en una de sus pocas citas. —Mientras conducíamos por Connecticut Avenue tuve la impresión de que podíamos parar en cualquier hamburguesería de American graffti. Cuando Wilson fue elegido por primera vez para el Congreso, convenció a un distinguido profesor de universidad, Charles Simpson, para que dejara la enseñanza y se convirtiera en su asesor administrativo. Simpson afrma que Wilson era la persona más brillante con la que había trabajado nunca. —Tenía la misteriosa habilidad de abordar asuntos difíciles, descomponerlos en partes más simples, separar la mierda y obtener lo esencial e importante. No hay duda de que podría haber llegado a ser cualquier cosa que se hubiera propuesto. Su objetivo era ser Secretario de defensa. Está claro que pretendía llegar al Senado. Pero poco a poco Simpson se dio cuenta de que su jefe tenía un fallo terrible. Dicho fallo se resumía perfectamente en un informe escrito por el comandante de Wilson en la Marina a finales de los 50: —es el mejor oficial que he tenido a mi cargo en alta mar pero, sin duda, el peor en puerto. Simpson estaba seguro de que por entonces su jefe tenía un problema con la bebida. Como con la mayoría de alcohólicos, el problema no se hizo evidente enseguida. Wilson tenía una capacidad sobrenatural de tomar grandes cantidades de whisky escocés y parecer completamente sobrio. Además, era un borracho alegre que contaba historias excepcionales que hacían reír a todo el mundo. En las ocasiones en las que el alcohol le afectaba demasiado, Simpson comentó que Wilson simplemente se echaba en el suelo durante una hora, después se despertaba y actuaba como si hubiera dormido doce horas. —Era lo más surrealista que he visto jamás. Lo hacía incluso en sus propias fiestas. Dormía una hora con todo el mundo pasándolo bien a su alrededor y después se levantaba para unirse a ellos de nuevo. La mayoría de los 435 miembros del Congreso llevaban sorprendentes vidas secretas en Washington. Eran, sin lugar a dudas, personas famosas en sus propios distritos pero la realidad de la vida en la capital es que cualquier persona, salvo contadas excepciones, podía dejar la ciudad en cualquier momento sin que nadie supiera que había estado allí. Por el contrario, Wilson empezó a atraer en gran medida la atención de los medios a principios de los 80. Cualquier otro político lo habría considerado el beso de la muerte. Los periódicos sensacionalistas lo llamaban Charlie Buen Rato y ellos mismos pasaban un buen rato describiendo el desfile de bellezas que llevaba a las recepciones de la Casa Blanca y las fiestas de alto estanding de la embajada. Uno de los periódicos de Texas le llamaba «el mayor playboy del congreso». El Washington Post publicó una foto de Wilson con Jim Wright, presidente del bloque mayoritario, ambos montando en caballos blancos por Pennsylvania Avenue hacia un club en el que Wilson acababa de invertir. El Dallas Morning News comentó que había más congresistas en la pista de baile del local de Wilson, el Élan, (su lema era «un club para los elegantes»), de los que jamás acudirían al Congreso. Cuando surgía algún problema relacionado con su ritmo de vida, Wilson respondía educadamente: «¿Por qué tengo que ir por ahí con aspecto de perro de caza estreñido? Lo estoy pasando en grande». A decir verdad, a sus 47 años, en su cuarta legislatura, Charlie Wilson estaba totalmente perdido. Los agentes públicos siempre cometen estupideces pero no se meten en jacuzzis con mujeres desnudas y cocaína a menos que quieran jugar a la ruleta rusa con sus carreras. Costaba trabajo no reconocer que este congresista recientemente divorciado iba en caída libre en dirección al desastre. El mismo Wilson diría después: «Sufrí la crisis de la mediana edad más larga de la historia. No hacía daño a nadie pero no cabe duda de que no tenía ningún objetivo». Aunque la crisis lo dejó fuera de juego, no tenía nada que ver con la que atravesaba Estados Unidos. La noche en la que Wilson llegó al Caesars Palace, Ted Koppel empezó su programa Nightline con una inquietante frase: «Buenas noches. Hoy hace doscientos treinta y siete días del rapto de los rehenes de Teherán». Los Estados Unidos, con un presupuesto de 200 mil millones de dólares anuales para defensa, no podía conseguir que una nación del tercer mundo dejara libres a cincuenta rehenes. Entonces, cuando finalmente reunieron el valor para organizar una misión de rescate, el mundo entero presenció el humillante espectáculo del Desert One en el que el piloto del helicóptero estadounidense perdió la visión en medio de una nube de polvo cegadora y se estrelló contra un avión que estaba en tierra. El resultado fue de ocho soldados muertos y el fin de la misión de rescate. No dejaba de oírse por todo el país que el «Síndrome de Vietnam» había infectado el espíritu de Estados Unidos. El verano de 1980, un número creciente de conservadores, encabezados por Ronald Reagan, comenzó a advertir sobre la Unión Soviética, puesto que se sospechaba que había alcanzado la superioridad nuclear y existía la posibilidad de que se iniciara una guerra nuclear en la que los rusos vencerían. Otros rumores se unieron para fomentar la crispación al afirmar que la KGB se había infltrado en la mayoría de los servicios de inteligencia del país y que llevaban a cabo numerosas y efectivas campañas de desinformación que ocultaban a los Estados Unidos el peligro al que se enfrentaban. Para el presidente de entonces, Jimmy Carter, dicha situación de alerta extrema dio lugar a lo que él denominó como «el miedo paranoico de Estados Unidos al comunismo». Católico renacido, que anteriormente cultivaba cacahuetes y ex gobernador de Georgia, Carter no tenía prácticamente experiencia en asuntos exteriores cuando fue elegido presidente, pero venció sobre una población todavía traumatizada por Vietnam y el caso Watergate. Los escándalos de inteligencia de finales de los 70 reforzaron la sospecha generalizada de que la CIA estaba fuera de control y era un gobierno virtual dentro del gobierno. Tras jurar «nunca mentir» al pueblo estadounidense e introducir una nueva moralidad en Washington, Carter prometió acabar con los asuntos sucios de la CIA. Una vez en su despacho, el presidente Carter llevó la disciplina a la Agencia. Llegó casi a intentar terminar con las operaciones encubiertas. El almirante Stansfeld Turner, director de la CIA elegido a dedo por él mismo, fue un poco más lejos y, con un gran revuelo, llevó a cabo una purga de los espías más sagaces de la Agencia. A finales de 1979, las nuevas leyes presentadas por el presidente y el congreso consiguieron alterar en gran medida las mismas raíces de la revuelta Agencia. Incluso los operativos más importantes de la CIA temían haber destrozado sus carreras por llevar a cabo misiones que el congreso más tarde consideraría como ilegales. En la navidad de 1979, la Dirección de Operaciones de la CIA puso fin a los asuntos sucios de forma voluntaria. Lo que ningún dirigente de la CIA podía prever era que Jimmy Carter, el presidente que había llegado tan lejos para calmar las aguas, estaba a punto de renacer como un halcón de la Guerra Fría. Decir que a Jimmy Carter le cogió por sorpresa la invasión soviética de Afganistán en navidad sería decir poco. Se volvió más radical. De repente, empezó a creer que los soviéticos podrían constituir una amenaza real y que la única manera de tratar con ellos era mediante la fuerza. —No sé si la palabra correcta para describir nuestra reacción es miedo —recuerda el vicepresidente de Carter, Walter Mondale—, pero lo que puso a todo el mundo de los nervios fue la sospecha de que los círculos de [el presidente soviético] Brezhniev podían no actuar de forma racional. Deberían saber que la invasión envenenaría cualquier posible trato con occidente, desde los acuerdos SALT hasta el despliegue de armas nucleares en Europa occidental. Tras declarar que Afganistán era «la mayor crisis política a la que se enfrentaban los Estados Unidos después de la segunda Guerra Mundial», Carter ordenó boicotear los Juegos Olímpicos que tendrían lugar aquel verano en Moscú. Embargó las ventas de cereal a la Unión Soviética y reivindicó un plan de defensa masivo, el cual incluía la creación de una Fuerza de Despliegue Rápido. Al revelar la Doctrina Carter, dejó al descubierto el miedo a un ataque soviético y condenó al país a la guerra como resultado de cualquier amenaza a los campos petrolíferos de Oriente Medio. Sin embargo, su actuación más radical llegó cuando firmó una serie de documentos legales secretos, conocidos como fallos presidenciales, mediante los que autorizaba a la CIA a entrar en acción contra el Ejército Rojo. La reputada práctica de la CIA consistía en no utilizar jamás armas que pudieran dirigir la pista hacia los Estados Unidos. Así, el primer envío de la agencia a los desperdigados rebeldes afganos (armas pequeñas y munición suficiente para equipar a mil hombres) consistía en armas hechas por los soviéticos que la CIA había reunido para un momento como aquel. A los pocos días de la invasión, contenedores procedentes de unas instalaciones secretas en San Antonio partieron hacia Islamabad, Pakistán, donde llegaron a manos de la inteligencia del presidente Mohammad Zia ul—Haq para que las distribuyera a los rebeldes afganos. A Carter no le resultó fácil conseguir que Zia cooperara puesto que lo había señalado a él, junto con Anastasio «Tacho» Somoza de Nicaragua, en su campaña a favor de los derechos humanos y porque retiró la ayuda y la cooperación militar con Pakistán. Entonces, con el Ejército Rojo barriendo Afganistán, Carter tuvo que dar un giro de 180 grados para conseguir el favor de Zia y utilizar Pakistán como base para sus operaciones. Zia hizo un gran negocio: la CIA podría facilitar las armas pero tendrían que dárselas a su servicio de inteligencia para que éste las repartiera entre los afganos. Los espías de los Estados Unidos sólo podían operar a través de los hombres de Zia. Junto con el primer envío de los Estados Unidos, los afganos empezaron a recibir armas y dinero de Egipto, China, Arabia Saudí y otros países musulmanes. Aquella respuesta podría sonar excesiva leída en las noticias, pero la realidad en la zona era una extraña mezcla de armas nada sofisticadas que llegaban a manos de gente de diferentes pueblos que vestían con sandalias y que no tenían ningún tipo de preparación militar.